lunes, 19 de septiembre de 2016

"También esto pasará": Cuando la novela y la vida se entrecruzan

Parece cierto: la literatura y la vida del escritor acaban manteniendo una relación más o menos estrecha, dependiendo del carácter de quien escribe, del grado de libertad que el escritor permite a su vida en el gobierno de la historia que urde.

Un buen escritor, dicen, ha de saber inventar, desarrollar tramas interesantes, ha de saber jugar con las palabras. No suele estar bien visto permitir que las vivencias de uno aparezcan más o menos descaradamente en los argumentos de lo escrito.

De todos modos, resulta tentador no hacerlo: nada es más sencillo que escribir sobre uno mismo, nada es más goloso que dejar correr los sentimientos propios, las experiencias, cabalgando libres entre las palabrejas que el uno va soltando en el ordenador.

La gracia está en saber hacerlo, o hacerlo con cierta elegancia. Llegados a este punto, se acabaron las facilidades.

Últimamente leo poca literatura. El paso de los años ha hecho que mi presbicia complique un poco las cosas, Kindle y libros electrónicos aparte, pequeños artilugios que me hacen la vejez algo más fácil. Por otro lado, desde hace tres años, un nuevo trabajo y una nueva vida en Madrid, en un sector totalmente desconocido para mí, me tiene constantemente ocupada, leyendo cosas más técnicas, bastante más aburridas.

Suerte  que soy persona de entusiasmos fáciles, o esto hubiera sido mucho más duro.

A principios de 2015 un pequeño libro captó mi atención con un título poderoso que le venía muy bien a mi estado de ánimo: "También esto pasará" de Milena Tusquets, hija de Esther Tusquets, una de las reinas del movimiento literario barcelonés, el llamado "La Gauche Divine". Milena publicó su libro en castellano, a través de la Editorial Anagrama, editorial con la que mantengo fuertes vínculos afectivos.

Lo busqué. Es una historia cortita, que duró apenas el trayecto de un AVE entre Barcelona y Madrid, un viaje que realizo regularmente un par de fines de semana cada mes para ver a mi familia, tras la muerte de mi madre, hace algo más de un par de años.

La historia me atrajo de inmediato por la similitud de circunstancias vitales: el duelo de una hija cuya madre había muerto poco tiempo atrás.

En mi caso, he intentado escribir sobre ello en muchas ocasiones y no resulta sencillo, porque el dolor que causa la partida de alguien tan íntimo para Blanca (la protagonista de la novela), Milena (su autora) y para mí (la que escribe o lo pretende ahora mismo), es bastante reticente a dejarse fotografiar en palabras.

Por supuesto, no soy escritora. Milena sí que lo es, quizá todavía no una gran escritora ahora mismo, pero con talento y potencial para serlo. Su novela me gustó, pese a las limitaciones que también creo que muestra. No es una novela madura, ni profunda, ni nada de esas cosas sesudas que los críticos literarios han escrito sobre ella.

De todos modos, me parece admirable que una mujer haya sido capaz de reconvertir su dolor y su duelo en una historia que se nutre probablemente de la propia experiencia, pero solamente como un punto de partida para bucear en el dolor de otra mujer por la pérdida de la madre.

Hay gente que tiene mala suerte con su progenitora, otros tienen madres extraordinarias; sin embargo, la inmensa mayoría de personas hemos tenido madres de lo más vulgar: sin títulos nobiliarios, sin títulos artísticos, sin dinero... eso sí, fueron y son madres en toda la extensión de la palabra: Mujeres abenegadas, con perfiles luminosos y peligrosos precipicios espirituales. Mujeres de generaciones anteriores en lucha abierta con  sus contradicciones y las de sus hijas, mujeres, ante y después de todo.

Creo recordar que Blanquita dice en algún momento de su narración que su madre no era su amiga, que era, simplemente, su madre.

Mi madre fue tampoco fue una amiga, sino un referente, un ancla segura a la que siempre acudía cuando dudaba. También es cierto que, a medida que iba haciéndome mayor, iba buscando menos el refugio sólido de su opinión para contarle mis fantasmas; ella, también, dejó de juzgarme menos y me describía sus fantasmas. Mi madre, como la de Blanca, pasó por una "larga y penosa enfermedad". No he olvidado lo duro que resultó verla agostarse, contemplar el transcurrir el tiempo, lento, eterno, a su lado, pretendiendo hacerle compañía y contemplando su inexorable descenso hacia la no existencia. Llegamos a un punto en el que ni ella hablaba, ni yo lo pretendía. Fui creando una concha, como el exoesqueleto de un coleóptero, para no sufrir. En la necesaria distancia emocional me preguntaba cuándo abandonaría la cama de la unidad de paliativos a la que se la llevó, con la mejor de las intenciones, para morir, por más que nadie en mi familia se atrevió a decirlo en voz muy alta.

Como Blanquita (una diminutivo con la irónica intención de maltratar a la protagonista de la historia), tuve que distanciarme espiritualmente de mi propia madre, cuando el final se aproximaba:

"Fuiste depositando, poco a poco y sin darte cuenta, toda la responsabilidad de tu menguante felicidad sobre mis hombros. Y me pesaba, me pesaba incluso cuando estaba lejos, incluso cuando empecé a entender y aceptar lo que pasaba, incluso cuando me aparté un poco de ti al ver que, si no lo hacía, no sólo morirías tú bajo tus escombros" (Pág. 10)

La historia de la supervivencia de Blanca a la partida de su madre es una especie de "querido diario", en ocasiones un monólogo que murmura para sí y en otras, una carta directa hacia la madre ausente, que va del reproche a la admiración más profunda.

Blanca tiene 40 años, diez menos que yo, cuando su madre muere (la mía murió cuando estaba a unos días de cumplir los 50). A Blanca todo esto la pilla en un momento existencial bastante diferente al mío. Las mujeres de 40 años y las de 50 tenemos un horizonte y una perspectiva necesariamente distintas, con lo que tenemos, también, distintas prioridades.

En cualquier caso, la narración falsamente frívola, en ocasiones rozando lo naïf, de cómo va asumiendo la ausencia de su  madre me resultó interesante. Transmite dolor, descarnado en algún momento, despojado de esa pornografía sentimental que las redes sociales han puesto tan de moda, pero no hay victimismo, ni pena, penita, pena. Se me antojó un discurso sincero, detecté ironía en sus comentarios. A modo de ejemplo, la descripción del día del entierro, en la que Blanca parece estar presente solamente en cuerpo, se da cuenta de todos los detalles, de los gestos, salvo de los suyos propios.

Ella no está realmente en el entierro de su madre. Asiste de espía para contárnoslo y contárselo a ella misma, incapaz de asumir lo que de verdad ocurre.

El entierro es un punto de partida, es "el punto" a partir del cual Blanca recapitula, recuerda, repasa y sobrevive, con la sana intención de seguir viviendo...

No sabemos qué fue de Blanca, tras su revelación en el cementerio, aquel amanecer, en que, quizá, vio, adivinó, el guiño divertido de su madre contándole que la vida seguía más allá de su paso en la tierra.

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Ignoro qué fue de Blanca, ni sé qué hace Milena actualmente, más allá de lo que las noticias sobre su carrera literaria dicen. En mi caso... he contado años, meses y días, desde que la marcha de mi madre. Sigo adelante con mi duelo, no pasa un día en el que no piense en ella, o me pregunte qué opinaría sobre los caminos que mi vida ha tomado, me divierto pensando que me habría maldecido por las decisiones que tomé en mi vida justo antes de que ella cayera enferma. Sigo pensando en ocasiones que "he de llamarla" para contarle esto o aquello, o para discutir... y sigo tardando un segundo en recordar que ya no puedo hacerlo.

Supongo que Blanquita, Milena y yo seguimos aprendiendo a vivir. La vida sigue, con o sin madre. Los que tuvimos una gran madre sabemos que no podemos caer, ni llorar demasiado, ni dejarnos morir de pena. Sabemos que la vida es un regalo.

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Dejé esta entrada en el blog, sin publicar, poco después de asistir a la presentación del libro de Milena en Madrid. Sentí que no estaba lo bastante meditado todo esto, para publicarse.

Hasta un día. Un día , todavía no hace dos semanas, una buena amiga me informa que el hijo de una compañera de mi trabajo anterior, un chaval tranquilo y afable de apenas 28 años, murió mientras dormía.

Desde la muerte de mi madre, nada me habría impresionado tanto como esto. Le conocía, había trabajado durante 3 años con su madre, Esperanza. ¿Ella? Una mujer inteligente, curiosa, divertida, de la que guardo un gran recuerdo. Aprendí mucho trabajando con ella, tuvimos grandes conversaciones y momentos de risas, momentos de intenso trabajo. Es una mujer brillante, vital. Ama con furia a su familia, especialmente a su marido y a su hijo.

No soy capaz de entender el horror, el mazazo brutal que supone la pérdida de un hijo.

Soy hija, soy madre, también de un hijo único, algo más joven que Artur, y no alcanzo a comprender la prueba brutal por la que Esperanza tiene que pasar.

¿Cómo lidiar con todo esto? ¿Qué tendrá que ver el duelo de una hija con el duelo de una madre que ha perdido a su hijo?

Ni idea. Pero algo quema mis entrañas desde que supe de su muerte y estuve en el tanatorio de Les Corts. Por eso he vuelto a revisar lo que escribí hace unos meses, sin tener claro qué quiero decir ni a dónde pretendo llegar.

Hay dos nexos en estas historias: la rabia, la impotencia ante el reverso más oscuro a la que la vida nos arroja.

El otro nexo: la vida misma.

Me decía el padre de mi hijo, tras saber del desgraciado acontecimiento, que no podía imaginar el dolor por el que estaría Esperanza atravesando, que si le ocurriera a él, su vida dejaría de tener sentido.

Respondí al momento que no podía sentir así, que la vida es un un don que se nos ha dado. Que tenemos que vivir, con dignidad, por nosotros y por los que ya se fueron. Que, aunque duela hasta sangrar, hay que vivir.

Estos días no he dejado de pensar ni un momento en mi antigua compañera de trabajo. Sé que lo más duro comenzó tras el revuelo del momento, el velatorio, el entierro. Ella ya sabe lo que es eso, lo pasó con su padre, con su madre.

Nadie, jamás nadie, la preparó para hacer lo mismo con su hijo.

No dudo que será capaz de salir adelante porque ama tan profundamente la vida como a su familia.

En cualquier caso, ahora mismo, no me atrevería a decirle, ahora mismo, "Esto también pasará".

Mi deseo, esta noche y las que vengan, es que esta frase sea cierta, también, para ella y su marido, en un día no muy lejano. Que algún tipo de consuelo los envuelva, y que no dejen de vivir, Artur no habría querido otra cosa, para ellos.

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Dedicado con todo mi cariño a Esperanza, a Pere y Artur.

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"También, esto pasará". Autor: Milena Tusquets.
Publicado por Editorial Anagrama, enero 2015












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